Lo más difícil es
cercarla, conocer su límite allí donde se enlaza con la penumbra al borde de sí
misma. Escogerla entre tantas otras, apartarla de la luz que toda sombra
respira sigilosa, peligrosamente.
Empezar
entonces a vestirla como distraído, sin moverse demasiado, sin asustarla o
disolverla: operación inicial donde la nada se agazapa en cada gesto. La ropa
interior, el transparente corpiño, las medias que dibujan un ascenso sedoso
hacia los muslos. Todo lo consentirá en su momentánea ignorancia, como si
todavía creyera estar jugando con otra sombra, pero bruscamente se inquietará
cuando la falda ciña su cintura y sienta los dedos que abotonan la blusa entre
los senos, rozando la garganta que se alza hasta perderse en un oscuro
surtidor.
Rechazará
el gesto de coronarla con la peluca de flotante pelo rubio (¡ese halo
tembloroso rodeando un rostro inexistente!) y habrá que apresurarse a dibujar
la boca con la brasa del cigarrillo, deslizar sortijas y pulseras para darle
esas manos con que resistirá inciertamente mientras los labios apenas nacidos
murmuran el plañido inmemorial de quien despierta al mundo. Faltarán los ojos,
que han de brotar de las lágrimas, la sombra por sí misma completándose para
mejor luchar, para negarse. Inútilmente conmovedora cuando el mismo impulso que
la vistió, la misma sed de verla asomar perfecta del confuso espacio, la
envuelva en su juncal de caricias, comience a desnudarla, a descubrir, por
primera vez su forma que vanamente busca cobijarse tras manos y súplicas,
cediendo lentamente a la caída entre un brillar de anillos que rasgan en el
aire sus luciérnagas húmedas.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 190-191.
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