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(Fragmento)  
León L. 
                  affirmait qu’il n’y avait qu'une chose de plus épouvantable 
                  que l’Epouvante: la journée normale, le quotidien, nous-mêmes 
                  sans le cadre forgé par l’Epouvante. —Dieu a créé la mort. Il 
                  a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais ne dites pas que 
                  c’est Lui qui a également créé la “journée normale”, la “vie 
                  de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété, soit. Mais devant 
                  cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.  
Piotr Rawicz, 
                  Le sang du ciel 
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Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo 
            del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como una 
            guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son 
            considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez 
            impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para 
            el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido 
            uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. 
La noción de pequeño ambiente da su sentido 
            más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que 
            ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se 
            suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber 
            sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en 
            sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior 
            hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados 
            como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el 
            sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de 
            escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que 
            asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema 
            tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma 
            esférica. 
Estoy hablando del cuento contemporáneo, 
            digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una 
            máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la 
            máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el 
            cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los 
            anglosajones long short story se basa en esa implacable 
            carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta 
            pensar en “The Cask of Amontillado” “Bliss”, “Las ruinas circulares” 
            y “The Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no 
            puedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las 
            narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una 
            despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la 
            nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, 
            desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry              James o de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como 
            aquéllos, preciso será convenir en que estos autores trabajaron con 
            una apertura temática y lingüística que de alguna manera facilitaba 
            su labor, mientras que lo siempre asombroso de los cuentos contra el 
            reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, 
            probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos privilegiados 
            pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la 
            más elaborada de las nouvelles.
Lo que sigue se basa parcialmente en 
            experiencias personales cuya descripción mostrará quizá, digamos 
            desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que 
            gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para 
            recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más 
            que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que 
            pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se 
            traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos 
            sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos 
            Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en 
            el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos 
            de “Las armas secretas”, aunque quizá se trataba de los de “Final 
            del juego”. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, 
            insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. 
            Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una 
            primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a 
            homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro. 
            
En ese momento, o más tarde, encontré una 
            suerte de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando 
            escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera 
            ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida 
            independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de 
            que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en 
            sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero 
            jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me 
            han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse 
            como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque 
            esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia 
            demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un 
            gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho 
            de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón 
            de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en 
            primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del 
            problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. 
            Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la 
            acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis 
            relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de 
            una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que 
            equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una 
            vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el 
            cuento en sí. 
Esto lleva necesariamente a la cuestión de 
            la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que 
            se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me 
            ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el 
            obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la 
            expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del 
            cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con 
            la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso admirable de Pablo              Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la 
            mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna 
            manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una 
            condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez 
            que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el 
            narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea 
            exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en 
            especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, 
            pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y 
            el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas 
            maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa 
            polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes 
            posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en 
            la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola. (...)
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 59-82.


 
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