Cuando
le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas,
siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire.
Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba
seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la
mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba
leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el
levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar
a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo
Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar
antes cómo pasaron las cosas.
Al
principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le
daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la
ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos
frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era
tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me
bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus
dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta
mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse
cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él
sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le
antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo,
como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras
sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana»
donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare,
la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos
formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar
brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente
natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en
manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?),
me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que
rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a
avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin
abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía
orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora
Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que
entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó
la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el
salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi
diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal
corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas.
Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con
probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede
perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de
vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un
estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si
avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una
red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco
hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores
estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a
la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta
probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían
sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que
pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la
comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a
poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos
incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que
mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario,
tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente,
no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no
tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.
Abreviaré
la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el
reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre
que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había
escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté
implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios
para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham
que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta
apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la
mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir
de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba
la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me
vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la
mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la
que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo
que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes
planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y
yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante
como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente
sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones
arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la
perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma
expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además
indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las
planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples
prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me
parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba
consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente
colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era
prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una
señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda
ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en
Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el
estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia
se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de
planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo
todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera
acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse
una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero
tornasolado.
Preví,
con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera
acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las
experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o
lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba
levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la
verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el
espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba
a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección
que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz.
Polanco no estaba en su casa.
Polanco
encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta
se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me
preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse,
porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y
si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para
decidirlo de una vez por todas.
Como
no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo
que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de
hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es
inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te
acompañe. En cambio a mí...
-¿A
vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque
es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que
una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te
digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como
cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta
es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a
creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí
bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones
antes de que te echen de la pensión, no te parece.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 44-55.
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