lunes, 28 de noviembre de 2011
Julio Cortázar habla de Último Round
domingo, 27 de noviembre de 2011
Mal de muchos ...
A lo mejor a usted le sirve
de consuelo enterarse concretamente
de que los argentinos o los bolivianos no somos los únicos (con otros veinte o treinta
países y paisitos del tercer mundo) que padecemos la ingerencia norteamericana en nuestra así llamada soberanía. Desde luego si ese mal de muchos le sirve de consuelo, no
tengo nada más que decirle o a lo sumo regalarle un babero; pero como tiendo a
esperar que le suceda precisamente lo contrario, aquí
va sin comentarios un texto firmado por Michel Bosquet, publicado en Le Nouvel
Observateur, de París, a fines
El
acuerdo quedó rápidamente concluido: Cuba hizo a la Clayson un pedido por valor de más de 125 millones de francos belgas, pagaderos a razón de un 10% al formalizar el pedido, 20%
contra entrega, y 70% posteriormente. El gobierno belga se congratulaba de la conclusión del negocio, el cual no suscitó ninguna objeción por parte del consejo administrativo de la firma, que desde 1964 comprende a tres
norteamericanos, representantes de la Sperry Rand Corporation, sobre un total de cinco miembros.
Tal es el asunto que evocaba uno de los artículos de Le Point, ya enteramente compuesto y a punto de ser impreso. Desgraciadamente, la Clayson es uno de los clientes más importantes de la imprenta, cuyo
propietario se atemorizó. Parece, además, según lo ha dicho el director de Le Point en una carta a los suscriptores, que ese temor nació de una
llamada telefónica de la firma Clayson, según la cual sería conveniente que no se volviera a hablar del asunto de las cosechadoras…"
Usted verá, ahora, si el mal de muchos lo consuela de algo en su modesto país centro o sudamericano, tan poquita cosa al lado del floreciente reino de Balduino y de Fabiola.
de julio de 1968, y confirmado luego por noticias de Le Monde, también de París.
El
caso Clayson es el ejemplo típico de los riesgos que para un país en apariencia independiente representa la ingerencia norteamericana en una de sus industrias. El ejemplo es tan perfecto que resulta casi
desconocido. Y con razón: la revista belga Le Point, cuyo número de julio debía incluir un artículo sobre el caso Clayson, no pudo ser impresa.
Los hechos son los siguientes.
La
sociedad anónima Clayson, fundada a comienzos de siglo por el belga Claeys, emplea a 2,700 obreros en su fábrica de Zedelgem, cerca de Brujas. Sus cosechadoras-trilladoras polivalentes, capaces de recoger indistintamente trigo, maíz, arroz, soya, sorgo y girasol, no tienen equivalente en todo el mundo. Se las exporta a 62 países,
especialmente a Francia que es el principal cliente europeo de la sociedad belga.
Así, cuando el gobierno de Cuba consultó a técnicos franceses, agrónomos e
ingenieros de puentes y caminos, miembros de las misiones Berliet (camiones),
Richard- Continental y Richier (tractores pesados y bulldozers), que se
encontraban en Cuba, sobre el tipo de cosechadora más adecuado para la agricultura cubana, los franceses aconsejaron las
máquinas Clayson.
Este trust norteamericano que fabrica computadoras (Univac), máquinas de
oficina (Remington), material agrícola (New Holland), y sobre todo, equipos para la aviación y la marina de guerra de los Estados Unidos, había comprado el 8 de mayo de 1964 la mayoría de las acciones de la Clayson (65%). La
importancia de los suministros militares en las ganancias de la Sperry Rand la
volvía particularmente vulnerable a cualquier presión del gobierno
norteamericano. Y las presiones no tardaron en manifestarse: el Departamento de
Estado vetó el negocio de que hablamos.
Como la Clayson es jurídicamente
una sociedad belga, el gobierno de este país protestó vigorosamente contra la ingerencia del gobierno de los Estados Unidos. El contrato con Cuba se convirtió en una cuestión de Estado. Los belgas hacían notar que la Clayson no figuraba en la lista de los proveedores a lo que pueden comprar los países subdesarrollados
con créditos del Banco Internacional. Este último, en efecto, sólo financia la compra de productos y de material
norteamericanos. Sin embargo, para el Departamento de Estado la Clayson es una empresa norteamericana.
Los belgas perdían la partida en todos los terrenos, sin alcanzar a ver en qué sentido la mecanización de la agricultura cubana podía poner en peligro la seguridad de Estados Unidos.
Inflexible, el gobierno norteamericano, en la persona de Mr. Katzenbach, consejero del presidente Johnson, mantuvo su veto. Los belgas se vieron incluso amenazados con la supresión de las inversiones
norteamericanas en el país en caso de que siguieran oponiéndose.Usted verá, ahora, si el mal de muchos lo consuela de algo en su modesto país centro o sudamericano, tan poquita cosa al lado del floreciente reino de Balduino y de Fabiola.
Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 56-58.
viernes, 25 de noviembre de 2011
The Canary Murder Case II
Es terrible, mi tía me invita a su cumpleaños, yo le compro un canario de regalo, llego y no hay nadie, mi almanaque es defectuoso, al volver el canario canta a chorros en el tranvía, los pasajeros entran en amok, le saco boleto al animal para que lo respeten, al bajarme le doy con la jaula en la cabeza a una señora que se vuelve toda dientes, llego a casa bañado en alpiste, mi mujer se ha ido con un escribano, caigo rígido en el zaguán y aplasto al canario, los vecinos claman por la ambulancia y se lo llevan en una tablita, me quedo toda la noche tirado en el zaguán comiéndome el alpiste y oyendo el teléfono en la sala, debe ser mi tía que llama y llama para que no vaya a olvidarme de su cumpleaños, ella siempre cuenta con mi regalo, pobre tía.
http://www.beatrizcosto.com/#1495454/The-Canary-Murder-Case-II |
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 252.
jueves, 24 de noviembre de 2011
EXAGERAR YA ES UN COMIENZO DE INVENCIÓN
(Inscripción de la Facultad de Letras de París, mayo 1968)
Como esto durará tan sólo un día,
como esto o lo demás se acaba, le guste o no al Estado
o al Individuo (ese pequeño Estado) esto se acaba porque
ya está naciendo el tiempo abierto el tiempo esponja
(Ya está naciendo: hipótesis de trabajo.
Sí, está naciendo con la Revolución Pero
ésta no ha cesado todavía de nacer; para
ayudarla a existir e inaugurar lo abierto,
la edad porosa, estas noticias y todo mayo
del 68, la juventud contra la gran Polilla)
y así como esto durará tan sólo un día o dos
para ceder su sitio a nuevos juegos
STOP THE PRESS: La Gioconda expiró anoche
a las 20.25, víctima de una indigestión de con-
templaciones prefabricadas. Se prevé una baja
en las acciones de American Express, cook y
Exprinter).
por eso y otras cosas
si una vez más aquí hay palabras
tinta papel el Libro sacrosanto
(Número de catálogo en la Biblioteca del Con-
greso... Queda hecho el despósito que marca la
ley... Se imprimieron XXX ejemplares en papel
japón...)
es por falta de medios
para escribir entre las nubes
para gritar entre los vientos
oh trigo dispersándose, agua de lluvia en una cara de mujer,
televisión de signos como panes y peces
medios audiovisuales para el amor del hombre.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 89-90.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Pida la palabra, pero tenga cuidado
Cuando
el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, ésta le zampó un mordisco de los
que te dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra
no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por
la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas,
mientras que asa exige pasar
delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande una tostada antes de
untarle la manteca con vivaz ajetreo.
¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las
dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de
pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives.
¿Y proclive, ya que estamos? Se la
agarra por arriba como a un rabanito, pero con todos los dedos porque es
pesadísima. ¿Y pesadísima?
De abajo, como quien
empuña una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que
ahora usted puede seguir adelante, doctor Lastra.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), p.150.
martes, 22 de noviembre de 2011
Tu más profunda piel
Pénétrez le secret doré
Tout n`est qu`une flamme rapide
Que fleurit la rose adorable
Et d`oú monte un parfum exquis
APOLLINAIRE, Les collines
Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.
No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste " Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.
Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.
Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 198-203.
Los testigos
Cuando
le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas,
siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire.
Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba
seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la
mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba
leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el
levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar
a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo
Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar
antes cómo pasaron las cosas.
Al
principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le
daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la
ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos
frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era
tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me
bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus
dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta
mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse
cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él
sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le
antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo,
como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras
sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana»
donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare,
la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos
formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar
brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente
natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en
manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?),
me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que
rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a
avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin
abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía
orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora
Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que
entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó
la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el
salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi
diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal
corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas.
Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con
probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede
perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de
vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un
estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si
avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una
red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco
hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores
estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a
la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta
probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían
sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que
pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la
comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a
poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos
incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que
mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario,
tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente,
no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no
tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.
Abreviaré
la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el
reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre
que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había
escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté
implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios
para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham
que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta
apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la
mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir
de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba
la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me
vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la
mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la
que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo
que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes
planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y
yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante
como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente
sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones
arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la
perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma
expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además
indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las
planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples
prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me
parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba
consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente
colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era
prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una
señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda
ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en
Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el
estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia
se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de
planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo
todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera
acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse
una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero
tornasolado.
Preví,
con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera
acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las
experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o
lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba
levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la
verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el
espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba
a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección
que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz.
Polanco no estaba en su casa.
Polanco
encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta
se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me
preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse,
porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y
si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para
decidirlo de una vez por todas.
Como
no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo
que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de
hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es
inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te
acompañe. En cambio a mí...
-¿A
vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque
es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que
una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te
digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como
cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta
es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a
creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí
bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones
antes de que te echen de la pensión, no te parece.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 44-55.
lunes, 21 de noviembre de 2011
Ceremonia recurrente
El animal totémico con
sus uñas de luz,
los objetos que junta la oscuridad debajo de la cama,
el ritmo misterioso de tu respiración, la sombra
que tu sudor dibuja en el olfato, el día ya inminentemente.
Entonces me enderezo, todavía batido por las aguas del sueño,
Vuelvo de un continente a medias ciego
donde también estabas tú pero eras otra,
y cuando te consulto con la boca y los dedos, recorro el horizonte de tus flancos
(dulcemente te enojas, quieres seguir durmiendo, me dices bruto y tonto,
te debates riendo, no te dejas tomar pero ya es tarde, un fuego
de piel y de azabache, las figuras del sueño)
el animal totémico a los pies de la hoguera
con sus uñas de luz y sus alas de almizcle.
los objetos que junta la oscuridad debajo de la cama,
el ritmo misterioso de tu respiración, la sombra
que tu sudor dibuja en el olfato, el día ya inminentemente.
Entonces me enderezo, todavía batido por las aguas del sueño,
Vuelvo de un continente a medias ciego
donde también estabas tú pero eras otra,
y cuando te consulto con la boca y los dedos, recorro el horizonte de tus flancos
(dulcemente te enojas, quieres seguir durmiendo, me dices bruto y tonto,
te debates riendo, no te dejas tomar pero ya es tarde, un fuego
de piel y de azabache, las figuras del sueño)
el animal totémico a los pies de la hoguera
con sus uñas de luz y sus alas de almizcle.
Y después despertamos y
es domingo y febrero.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 146-147.
Elecciones insólitas
No está convencido.No está para nada convencido
Le han dado a entender que puede elegir entre una banana, un tratado de Gabriel Marcel, tres pares de calcetines nilón, una cafetera garantida, una rubia de costumbres elásticas o la jubilación antes de la edad reglamentaria, pero sin embargo no está convencido.
Su reticencia provoca el insomnio de algunos funcionarios, de un cura y de la policía local.
Como no está convencido, han empezado a pensar si no habría que tomar medidas para expulsarlo del país.
Se lo han dado a entender, sin violencia, amablemente.
Entonces ha dicho: “en ese caso, elijo la banana”.
Desconfían de él, es natural.
Hubiera sido mucho más tranquilizado que eligiese la cafetera o por lo menos, la rubia.
No deja de ser extraño que haya preferido la banana.
Se tiene la intención de estudiar nuevamente el caso.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 210-211.
domingo, 20 de noviembre de 2011
Ecuménicos sine die
Les bourgeois c'est comme les cochons,
Plus que ca grandit, plus que ça devient con.
-Cancion Francesa
- No señor- decía Polanco indignado -, jamás entenderé que insulten así a los burgueses.
Si te fijás bien, son los auténticos ciudadanos del mundo. - ¿Cómo que no? Un burgués
venezolano, uno español, uno francés y uno de Arabia Saudita están mucho más unidos
que un comunista chino, uno peruano y uno ruso. Estos serántodo lo comunistas que quieran,
pero el más acérrimo nacionalismo los se para para siempre. En cambio los burgueses tienen
una sola patria que es la burguesía, y dentro de ella la distribución de los muebles es
idéntica: aquí la guita, aquí la religión, allí la moral sexual, más allá la camisa a rayas.
No les falta más que hablar en latín para mantenerse viva esa universalidad tan añorada
que según parece había en la Edad Media,pero ahora con las máquinas de traducir,
Mac Luhan y el ingles en veinte lecciones pronto no va a haber problema pibe.
(Ultimo Round, tomo II, página 152)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)