martes, 6 de diciembre de 2011

CORTAZAR, Un film de Tristán Bauer


A propósito de Julio Cortázar, de su vida y de su obra, recomendamos el documental hecho por Tristán Bauer  del año 1994.

El poeta propone su epitafio

Por haber mentido mucho ganó un cielo    
mezquino, a rehacer todos los días.
Por ser traidor hasta con la traición, lo amaban
las gentes honorables.
Exigía virtudes que no daba
y sonreía para que lo olvidaran.
No vivió. Lo vivían, un cuerpo despiadado
y una perra sedienta, Inteligencia.
Por no creer más que en lo bello, fue
basura entre basuras,
pero miraba todavía el cielo.
Está muerto, por suerte. Ya andará
algún otro como él.

Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 248-271.

El Sueño





El sueño, esa nieve dulce
que besa el rostro, lo roe hasta encontrar
debajo, sostenido por hilos musicales,
el otro que despierta.
Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 54.

La muñeca rota

AVISOS CLASIFICADOS
JUGUETES
¿A la nena se le rompió la muñeca?
Sin compromiso, consulte p. 248.
tomo I.


FRAGMENTO

"A lo mejor estas páginas interesan a un cierto género de lectores de 62, en la medida en que les definirán mejor algunos rumbos o les multiplicarán las incertidumbres, maneras quizá equivalentes de llegar a un mismo destino cuando se navega por aguas de doble filo.
Fotografías tomadas por Julio Cortazar

Es sabido que toda atención funciona como un pararrayos. Basta concentrarse en un determinado terreno para que frecuentes analogías acudan a extramuros y salten la tapia de la cosa en sí, eso que se da en llamar coincidencias, hallazgos concomitantes - la terminología es amplia. En todo caso a mí me ha ocurrido siempre cumplir ciclos dentro de los cuales lo realmente significativo giraba en torno a un agujero  central que era paradójicamente el texto por escribir o escribiéndose. En los años de Rayuela la saturación llego a tal punto que lo único honrado era aceptar sin discusión esa lluvia de meteoritos que entraban por ventanas de calles, libros, diálogos, azares cotidianos, y convertirlos en pasajes, fragmentos, capítulos prescindibles de eso otro que nacía alrededor de una oscura historia de desencuentros y de búsquedas; de ahí, en gran medida, la técnica y la presentación del relato. Pero ya en Rayuela, previsoriamente, se aludía al consejo de Gide de que el escritor no debe aprovecharse jamás del impulso adquirido; si 62 había de intentar años después una de las posibles vías allí sospechadas, era preciso que lo hiciera inauguralmente, provocando y asumiendo los riesgos de una tentativa por completo diferente. Nada tengo que decir sobre el fondo del libro, que el lector probablemente conoce de sobra; y sin embargo es posible que ese mismo lector no haya advertido que su escritura prescindía de toda adherencia momentánea, que las remisiones a otros puntos de vista, las citas de autores o hechos simpáticamente ligados a la trama central, habían sido eliminadas con vistas a una narración lo más lineal y directa posible".


http://www.dailymotion.com/video/x6eyfl_julio-cortazar-yyy-yyyyy_creation


Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 248-271.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Se dibuja una estrellita

Se dibuja, así, una estrellita en lo alto de la página, y el campo operatorio queda claramente demarcado. La mano que empuña el bisturí desciende hacia una carne todavía virgen, la blanca piel que va a hendir mientras el cirujano escucha como desde muy lejos la profunda respiración del tiempo amarrado, anestesiado. ¿Pero quién duerme, quién escucha? Se entra ya en la trampa de otro dormir en el que se sueña que nos despertamos para empezar a escribir. Los verdaderos eslabones están como siempre en otra parte, de nada vale prever la danza porque todo se trunca, el bailarín es bailado, lo de abajo toma el lugar de lo de arriba y lo mima. Las cosas estaban tan bien calculadas, las dosis exactas, la luz precisa, el pentotal tulminante, la estrellita que habíamos dibujado en lo alto de la página. Nada había sido omitido para que esta blanca epidermis inviolada franquease el umbral de la iniciación entre balbuceos, rubores, efímeros rechazos. El sacerdote estaba ahí, ordenando los ritos. Todavía sigue inclinado sobre la víctima, multiplicando rabioso las incisiones oaralelas. ¿Pero quién cumple realmente la tarea? ¿No hay nadie que le diga que también él está amarrado por las bandas de la oscura momia, por la sangre podrida de la raza que se obstina en destilar palabras que él escribe bajo la esplendorosa ilusión de la libertad?




Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 17-18.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Julio Cortázar habla de Último Round



Si “La vuelta al día” llevó a decir a muchísimos críticos que se trataba de una “obra menor” (con esa especie de autozarpazo vicario que se pretende provocar en el autor-mayor bruscamente degradado por el mismo autor-menor, en un acto que participa de la autofagia, el masoquismo y otras agresiones), imagínate lo que se podrá decir de un nuevo libro que no tiene en cuenta para nada tan aleccionante advertencia. Por supuesto, detrás de esta noción de obras “mayores” y “menores” se esconde la persistencia de un subdesarrollo intelectual. 

Todavía no hemos conseguido liquidar del todo la noción de que una obra (¡huna hobra, doctor!) tiene que ser “seria”; es inútil que una nueva generación de lectores les demuestre diariamente a los magísteres de la crítica pontificia que sus tablas de valores están apolilladas, y que la “seriedad” no se mide por cánones que huelen de lejos a un humanismo esclerosado y reaccionario. Mientras la nueva generación elige resueltamente a sus autores, prescindiendo con una espléndida insolencia de los dictámenes que emanan de las altas cátedras, los titulares de estos venerables mausoleos siguen hablando de géneros, de estilos, de contenidos y de formas como si las grandes novedades bibliográficas de las últimas semanas fueran “La montaña mágica” o “Canaima”. Vos dirás que exagero, y por supuesto que exagero porque para llegar a una esquina siempre conviene mirar un poco más lejos y entonces la esquina te queda ahí no más cerquita. (…) En todo caso ya verás que este libro será agredido por la Seriedad y la Profundidad y la Responsabilidad, todas esas gordas que se tiran a los ojos con las agujas de tejer. Qué querés, eso viene de nuestro pecado original: la falta de humor.


“Cortázar cuenta su round final”. Entrevista de Arnaldo Orfila a Julio Cortázar en la revista Panorama, nº 136, 2 de diciembre de 1.969.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Mal de muchos ...

A lo mejor a usted le sirve de consuelo enterarse concretamente de que los argentinos o los bolivianos no somos  los únicos (con otros veinte o treinta países y paisitos del tercer mundo) que padecemos la ingerencia norteamericana en nuestra así  llamada soberanía. Desde luego si ese mal de muchos le sirve de consuelo, no tengo nada más que decirle o a lo sumo regalarle un babero; pero como tiendo a esperar que le suceda precisamente lo contrario, aquí va sin comentarios un texto firmado por Michel Bosquet, publicado en Le Nouvel Observateur, de París, a fines 

de julio de 1968, y confirmado luego por noticias de Le Monde, también de París.

El caso Clayson es el ejemplo típico de los riesgos que para un país en apariencia independiente representa la ingerencia norteamericana en una de sus industrias. El ejemplo es tan perfecto que resulta casi desconocido. Y con razón: la revista belga Le Point, cuyo número de julio debía incluir un artículo sobre el caso Clayson, no pudo ser impresa. Los hechos son los siguientes.
 La sociedad anónima Clayson, fundada a comienzos de siglo por el belga Claeys, emplea a 2,700 obreros en su fábrica de Zedelgem, cerca de Brujas. Sus cosechadoras-trilladoras polivalentes, capaces de recoger indistintamente trigo, maíz, arroz, soya, sorgo y girasol, no tienen equivalente en todo el mundo. Se las exporta a 62 países, especialmente a Francia que es el principal cliente europeo de la sociedad belga.
Así, cuando el gobierno de Cuba consultó a técnicos franceses, agrónomos e ingenieros de puentes y caminos, miembros de las misiones Berliet (camiones), Richard- Continental y Richier (tractores pesados y bulldozers), que se encontraban en Cuba, sobre el tipo de cosechadora más adecuado para la agricultura cubana, los franceses aconsejaron las máquinas Clayson.

El acuerdo quedó rápidamente concluido: Cuba hizo a la Clayson un pedido por valor de más de 125 millones de francos belgas, pagaderos a razón de un 10% al formalizar el pedido, 20% contra entrega, y 70% posteriormente. El gobierno belga se congratulaba de la conclusión del negocio, el cual no suscitó ninguna objeción por parte del consejo administrativo de la firma, que desde 1964 comprende a tres norteamericanos, representantes de la Sperry Rand Corporation, sobre un total de cinco miembros.
Este trust norteamericano que fabrica computadoras (Univac), máquinas de oficina (Remington), material agrícola (New Holland), y sobre todo, equipos para la aviación y la marina de guerra de los Estados Unidos, había comprado el 8 de mayo de 1964 la mayoría de las acciones de la Clayson (65%). La importancia de los suministros militares en las ganancias de la Sperry Rand la volvía particularmente vulnerable a cualquier presión del gobierno norteamericano. Y las presiones no tardaron en manifestarse: el Departamento de Estado vetó el negocio de que hablamos. 

Como la Clayson es jurídicamente una sociedad belga, el gobierno de este país  protestó vigorosamente contra la ingerencia del gobierno de los Estados Unidos.  El contrato con Cuba se convirtió en una cuestión de Estado. Los belgas hacían notar que la Clayson no figuraba en la lista de los proveedores a lo que pueden comprar los países subdesarrollados con créditos del Banco Internacional. Este último, en efecto, sólo financia la compra de productos y de material norteamericanos. Sin embargo, para el Departamento de Estado la Clayson es una empresa norteamericana.

Los belgas perdían la partida en todos los terrenos, sin alcanzar a ver en qué sentido la mecanización de la agricultura cubana podía poner en peligro la seguridad de Estados Unidos.
Inflexible, el gobierno norteamericano, en la persona de Mr. Katzenbach, consejero del presidente Johnson, mantuvo su veto. Los belgas se vieron incluso amenazados con la supresión de las inversiones norteamericanas en el país en caso de que siguieran oponiéndose.

Tal es el asunto que evocaba uno de los artículos de Le Point, ya enteramente compuesto y a punto de ser impreso. Desgraciadamente, la Clayson es uno de los clientes más importantes de la imprenta, cuyo propietario se atemorizó. Parece, además, según lo ha dicho el director de Le Point en una carta a los suscriptores, que ese temor nació de una llamada telefónica de la firma Clayson, según la cual sería conveniente que no se volviera a hablar del asunto de las cosechadoras…"
Usted verá, ahora, si el mal de muchos lo consuela de algo en su modesto país centro o sudamericano, tan poquita cosa al lado del floreciente reino de Balduino y de Fabiola. 


Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 56-58.


viernes, 25 de noviembre de 2011

The Canary Murder Case II

Es terrible, mi tía me invita a su cumpleaños, yo le compro un canario de regalo, llego y no hay nadie, mi almanaque es defectuoso, al volver el canario canta a chorros en el tranvía, los pasajeros entran en amok, le saco boleto al animal para que lo respeten, al bajarme le doy con la jaula en la cabeza a una señora que se vuelve toda dientes, llego a casa bañado en alpiste, mi mujer se ha ido con un escribano, caigo rígido en el zaguán y aplasto al canario, los vecinos claman por la ambulancia y se lo llevan en una tablita, me quedo toda la noche tirado en el zaguán comiéndome el alpiste y oyendo el teléfono en la sala, debe ser mi tía que llama y llama para que no vaya a olvidarme de su cumpleaños, ella siempre cuenta con mi regalo, pobre tía. 

http://www.beatrizcosto.com/#1495454/The-Canary-Murder-Case-II


Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 252.

jueves, 24 de noviembre de 2011

EXAGERAR YA ES UN  COMIENZO DE INVENCIÓN
(Inscripción de la Facultad de Letras de París, mayo 1968)

Como esto durará tan sólo un día,
como esto durará tan sólo un tiempo o dos, 
como esto o lo demás se acaba, le guste o no al Estado
o al Individuo (ese pequeño Estado) esto se acaba porque 
ya está naciendo el tiempo abierto el tiempo esponja

(Ya está naciendo: hipótesis de trabajo.
Sí, está naciendo con la Revolución Pero
ésta no ha cesado todavía de nacer; para
ayudarla  a existir e inaugurar lo abierto,
la edad porosa, estas noticias y todo mayo 
del 68, la juventud contra la gran Polilla)
y así como esto durará tan sólo un día o dos
para ceder su sitio a nuevos juegos
STOP THE PRESS: La Gioconda expiró anoche
a las 20.25, víctima de una indigestión de con-
templaciones prefabricadas. Se prevé una baja
en las acciones de American Express, cook y 
Exprinter). 
por eso y otras cosas
si una vez más aquí hay palabras
tinta papel el Libro sacrosanto
(Número de catálogo en la Biblioteca del Con-
greso... Queda hecho el despósito que marca la
ley... Se imprimieron XXX ejemplares en papel
japón...)
es por falta de medios
para escribir entre las nubes
para gritar entre los vientos
oh trigo dispersándose, agua de lluvia en una cara de mujer,
televisión de signos como panes y peces
medios audiovisuales para el amor del hombre. 

Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 89-90.



miércoles, 23 de noviembre de 2011

Pida la palabra, pero tenga cuidado



Cuando el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, ésta le zampó un mordisco de los que te dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas, mientras que asa exige pasar delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande una tostada antes de untarle la manteca con vivaz ajetreo. 


¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como a un rabanito, pero con todos los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima? 

De abajo, como quien empuña una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir adelante, doctor Lastra. 



Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), p.150.


martes, 22 de noviembre de 2011

Tu más profunda piel

Pénétrez le secret doré
Tout n`est qu`une flamme rapide
Que fleurit la rose adorable
Et  d`oú monte un parfum exquis

APOLLINAIRE,  Les collines

Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.
    No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
    Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste " Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.
    Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
    Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.


Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 198-203.

Los testigos

Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas.

Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente, no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.

Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado.

Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.


Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio, entendí que primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.
Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas.
Como no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí...
-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece.


Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 44-55.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Ceremonia recurrente


El animal totémico con sus uñas de luz, 
los objetos que junta la oscuridad debajo de la cama, 
el ritmo misterioso de tu respiración, la sombra 
que tu sudor dibuja en el olfato, el día ya inminentemente. 
Entonces me enderezo, todavía batido por las aguas del sueño, 
Vuelvo de un continente a medias ciego 
donde también estabas tú pero eras otra, 
y cuando te consulto con la boca y los dedos, recorro el horizonte de tus flancos 
(dulcemente te enojas, quieres seguir durmiendo, me dices bruto y tonto,
te debates riendo, no te dejas tomar pero ya es tarde, un fuego 
de piel y de azabache, las figuras del sueño) 
el animal totémico a los pies de la hoguera 
con sus uñas de luz y sus alas de almizcle.
Y después despertamos y es domingo y febrero. 





Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 146-147.

Elecciones insólitas



No está convencido.No está para nada convencido

Le han dado a entender que puede elegir entre una banana, un tratado de Gabriel Marcel, tres pares de calcetines nilón, una cafetera garantida, una rubia de costumbres elásticas o la jubilación antes de la edad reglamentaria, pero sin embargo no está convencido.

Su reticencia provoca el insomnio de algunos funcionarios, de un cura y de la policía local.

Como no está convencido, han empezado a pensar si no habría que tomar medidas para expulsarlo del país.

Se lo han dado a entender, sin violencia, amablemente.

Entonces ha dicho: “en ese caso, elijo la banana”.

Desconfían de él, es natural.

Hubiera sido mucho más tranquilizado que eligiese la cafetera o por lo menos, la rubia.

No deja de ser extraño que haya preferido la banana.

Se tiene la intención de estudiar nuevamente el caso.





Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 210-211.