Elle se branlai sur la selle
avec une
brusquerie de plus en plus forte. Elle
n´avait donc pas plus que moi épuisé
l´orage évoqué par sa nudité.
Histoire de l´oeil.
Insisto en desconfiar de la
casualidad, esa fachada de un establishment ontológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más
vertiginosas aventuras humanas, es decir que si después de leer un libro de Georges
Bataille yo hubiera bebido una copa de vino en un café de Grignan, la chica de
la bicicleta no se hubiera situado antes, con esa aura que cierne los instantes
privilegiados; al establecer un enlace entre el libro y la escena, la memoria
hubiera tejido la malla causal, la explicación simplificadora de toda cadena
eslabonada por un condicionamiento favorable a la tranquilidad del espíritu y
al rápido olvido. No fue así, pero primero hay que decir que Grignan se honra
con el recuerdo de Madame de Sevigné, y que el cafecito con mesas al aire libre
está situado a la sombra del monumento donde esta señora, pluma de mármol en la
mano, sigue escribiéndole a su hija las crónicas de un tiempo al que no tenemos
acceso. Dejando el auto a la sombra de un plátano, fui a descansar de tanto
viraje en las colinas; me gustan esos pueblos tranquilos del mediodía, allí se
sirve el vino en unas copas de vidrio espeso que la mano toma como si volviera
a encontrarse con algo oscuramente familiar, una materia casi alquímica que ya
no existe en las ciudades. La plazoleta estaba amodorrada, de cuando en cuando
un auto o un carricoche le entornaban los ojos, y las tres amigas charlaban y
reían cerca de las mesas, dos de ellas a pie y la otra en su bicicleta un poco
ladeada, un modelo quizá demasiado grande para ella, un pie descansando en
tierra y el otro jugando distraídamente con los pedales.
Eran adolescentes, las bellas de
Grignan, los primeros bailes y los últimos juegos: la ciclista, la más bonita
llevaba el pelo largo, recogido como cola de caballo que se agitaba a un lado y
otro con cada risa, con alguna mirada hacia las mesas del café; las otras no
tenían su gracia de potranca, estaban como enclavadas en personajes ya
decididos y ensayados, las burguesitas con todo el futuro escrito en la
actitud; pero eran tan jóvenes y la risa les venía desde la misma fuente común,
saltaba en el aire de mediodía, se mezclaba con las palabras, las tonterías,
ese diálogo de las niñas que apunta a la alegría y no al sentido. Tardé en
darme cuenta de por qué la ciclista me interesaba de alguna manera. Estaba de
perfil, casi vuelta de espaldas por momentos, y al hablar subía y bajaba
livianamente en la silla de la bicicleta; bruscamente vi. Había otros
parroquianos en el café, cualquiera podía ver, las dos amigas, ella misma podía
saber lo que estaba ocurriendo: me tocó a mí (y a ella, pero en otro sentido).
Ya no miré más que eso, la silla de la bicicleta, su forma vagamente
acorazonada, el cuero negro terminado en una punta acorazonada y gruesa, la
falda de liviana tela amarilla moldeando la grupa pequeña y ceñida, los muslos
calzados a ambos lados de la silla pero que continuamente la abandonaban cuando
el cuerpo se echaba hacia delante y bajaba un poco en el hueco del cuadro
metálico; a cada movimiento la extremidad de la silla se apoyaba un instante
entre las nalgas, se retiraba, volvía a apoyarse. Las nalgas se movían al ritmo
de la charla y las risas, pero era como si al buscar nuevamente el contacto de
la silla la estuvieran provocando, la hicieran avanzar a su vez, había un
mecanismo de vaivén interminable y eso ocurría bajo el sol en plena plaza, con
gente mirando sin ver, sin comprender. Entonces era así, entre la punta de la
silla y la caliente intimidad de esas nalgas adolescentes no había más que la
malla de un slip y la delgada tela amarilla de la falda. Bastaban esas dos
nimias vallas para que Grignan no asistiera a algo que hubiese provocado la más
violenta de las reacciones, la chica seguía apoyándose y alejándose
rítmicamente de la silla, una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba
entre las dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendía hasta donde la
elasticidad de la tela la dejaba, volvía a salir, recomenzaba; la charla y las
risas duraban como la carta que madame de Sevigné seguía escribiendo en su
estatua, la lenta cópula per angostam viam se
cumplía cadenciosa, interminable, y a cada avance o retroceso el pelo en cola
de caballo saltaba hacia un lado, azotando un hombro y la espalda; el goce
estaba presente aunque no tuviera dueño, aunque la chica no se diera cuenta de
ese goce que se volvía risa, frases sueltas, diálogo de amigas; pero algo en
ella lo sabía, su risa era la más aguda, sus gestos los más exagerados, estaba
como salida de sí misma, entregada a una fuerza que ella misma provocaba y
recibía, hermafrodita inocente buscando la fusión conciliadora, devolviendo en
follaje estremecido tanta savia primera.
Por supuesto me fui, llegué a
París, y cuatro días después alguien me prestó Histoire
de l´oeil de Georges Bataille; cuando leí la escena de Simone
desnuda en la bicicleta, alcancé en toda su salvaje hermosura lo que tratan de
alentar los primeros párrafos de este texto, tal vez demasiado ciclista.
Escultura de Robert Muller (foto Luc Joubert)
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 22-26.
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