Desde luego el primer problema es como siempre mi tía. Decirle que toda esfera es un cubo y verla competir cutáneamente con una espinaca es todo uno. Se queda parada en la puerta, apoyada en la escoba, y me mira con ojos en los que adivino las ganas que tiene de escupirme. Después se va y barre el patio pero sin cantar los boleros que son la alegría de nuestra casa por la mañana.
La segunda dificultad está en la esfera misma. Apenas la coloco rotundamente sobre un plano inclinado, donde cualquier cubo se quedaría impertérrito, esta desgraciada saca todas las patitas y se tira al suelo como un relámpago, sin contar que además sigue viaje hasta abajo del ropero donde las pelusas, por rara coincidencia, están siempre reunidas en apretado número. Sacarla de ahí es una perfecta porquería, tengo que arremangarme y además soy alérgico a las pelusas y me pongo a estornudar de tal manera que grandes torbellinos de pelusas salen junto al cubo y me llevan directamente a la crisis asmática, tengo que faltar a la oficina, el señor Rosenthal amenaza con descontarme un día de sueldo, mi padre saca a relucir las noches que pasaba a la intemperie cuando la expedición al desierto, y mi tía acaba siempre por llevarse la esfera y ponerla donde la familia opina que debe estar, es decir en el estante del living entre las obras del doctor Cronin y el pajarito embalsamado que fue de mi hermanito el que cerró los ojos en la primera infancia.
Mi padre me ha preguntado ya dos veces por qué me obstino en esas tonterías, y me he dignado a contestarle porque tanta pasividad me descorazona. ¿Será posible que todo mundo acepte que esa bola maldita se dé el gusto de imponer su voluntad? Una vez más lucharé contra la esfera que es, lo sé, un cubo; la pondré en un plano inclinado, mi tía pasará a la espinaca, el ciclo de siempre, las pelusas. Entonces yo esperaré a curarme de la crisis asmática y después pondré el cubo en un plano inclinado, porque es ahí donde tiene que quedarse y no en el estante del living al lado del pajarito.
Insisto en desconfiar de la
casualidad, esa fachada de unestablishmentontológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más
vertiginosas aventuras humanas, es decir que sidespuésde leer un libro de Georges
Bataille yo hubiera bebido una copa de vino en un café de Grignan, la chica de
la bicicleta no se hubiera situado antes, con esa aura que cierne los instantes
privilegiados; al establecer un enlace entre el libro y la escena, la memoria
hubiera tejido la malla causal, la explicación simplificadora de toda cadena
eslabonada por un condicionamiento favorable a la tranquilidad del espíritu y
al rápido olvido. No fue así, pero primero hay que decir que Grignan se honra
con el recuerdo de Madame de Sevigné, y que el cafecito con mesas al aire libre
está situado a la sombra del monumento donde esta señora, pluma de mármol en la
mano, sigue escribiéndole a su hija las crónicas de un tiempo al que no tenemos
acceso. Dejando el auto a la sombra de un plátano, fui a descansar de tanto
viraje en las colinas; me gustan esos pueblos tranquilos del mediodía, allí se
sirve el vino en unas copas de vidrio espeso que la mano toma como si volviera
a encontrarse con algo oscuramente familiar, una materia casi alquímica que ya
no existe en las ciudades. La plazoleta estaba amodorrada, de cuando en cuando
un auto o un carricoche le entornaban los ojos, y las tres amigas charlaban y
reían cerca de las mesas, dos de ellas a pie y la otra en su bicicleta un poco
ladeada, un modelo quizá demasiado grande para ella, un pie descansando en
tierra y el otro jugando distraídamente con los pedales.
Eran adolescentes, las bellas de
Grignan, los primeros bailes y los últimos juegos: la ciclista, la más bonita
llevaba el pelo largo, recogido como cola de caballo que se agitaba a un lado y
otro con cada risa, con alguna mirada hacia las mesas del café; las otras no
tenían su gracia de potranca, estaban como enclavadas en personajes ya
decididos y ensayados, las burguesitas con todo el futuro escrito en la
actitud; pero eran tan jóvenes y la risa les venía desde la misma fuente común,
saltaba en el aire de mediodía, se mezclaba con las palabras, las tonterías,
ese diálogo de las niñas que apunta a la alegría y no al sentido. Tardé en
darme cuenta de por qué la ciclista me interesaba de alguna manera. Estaba de
perfil, casi vuelta de espaldas por momentos, y al hablar subía y bajaba
livianamente en la silla de la bicicleta; bruscamente vi. Había otros
parroquianos en el café, cualquiera podía ver, las dos amigas, ella misma podía
saber lo que estaba ocurriendo: me tocó a mí (y a ella, pero en otro sentido).
Ya no miré más que eso, la silla de la bicicleta, su forma vagamente
acorazonada, el cuero negro terminado en una punta acorazonada y gruesa, la
falda de liviana tela amarilla moldeando la grupa pequeña y ceñida, los muslos
calzados a ambos lados de la silla pero que continuamente la abandonaban cuando
el cuerpo se echaba hacia delante y bajaba un poco en el hueco del cuadro
metálico; a cada movimiento la extremidad de la silla se apoyaba un instante
entre las nalgas, se retiraba, volvía a apoyarse. Las nalgas se movían al ritmo
de la charla y las risas, pero era como si al buscar nuevamente el contacto de
la silla la estuvieran provocando, la hicieran avanzar a su vez, había un
mecanismo de vaivén interminable y eso ocurría bajo el sol en plena plaza, con
gente mirando sin ver, sin comprender. Entonces era así, entre la punta de la
silla y la caliente intimidad de esas nalgas adolescentes no había más que la
malla de un slip y la delgada tela amarilla de la falda. Bastaban esas dos
nimias vallas para que Grignan no asistiera a algo que hubiese provocado la más
violenta de las reacciones, la chica seguía apoyándose y alejándose
rítmicamente de la silla, una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba
entre las dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendía hasta donde la
elasticidad de la tela la dejaba, volvía a salir, recomenzaba; la charla y las
risas duraban como la carta que madame de Sevigné seguía escribiendo en su
estatua, la lenta cópulaper angostam viamse
cumplía cadenciosa, interminable, y a cada avance o retroceso el pelo en cola
de caballo saltaba hacia un lado, azotando un hombro y la espalda; el goce
estaba presente aunque no tuviera dueño, aunque la chica no se diera cuenta de
ese goce que se volvía risa, frases sueltas, diálogo de amigas; pero algo en
ella lo sabía, su risa era la más aguda, sus gestos los más exagerados, estaba
como salida de sí misma, entregada a una fuerza que ella misma provocaba y
recibía, hermafrodita inocente buscando la fusión conciliadora, devolviendo en
follaje estremecido tanta savia primera.
Por supuesto me fui, llegué a
París, y cuatro días después alguien me prestóHistoire
de l´oeilde Georges Bataille; cuando leí la escena de Simone
desnuda en la bicicleta, alcancé en toda su salvaje hermosura lo que tratan de
alentar los primeros párrafos de este texto, tal vez demasiado ciclista.
Escultura de Robert Muller (foto Luc Joubert)
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 22-26.
Sé que me acordaré de un cielo raso
donde las manchas de humedad eran un gato, un número, una mano cortada.
Sé que me acordaré del ruido de un water en alguna habitación lejana del hotel, su triste catarata de bolsillo, su inevitable recurrencia.
Chacun ses madeleines, chacun ses Albertines
Serás por siempre imán de imágenes, las más turbias y vanas me traerás con el gesto que en la caliente oscuridad del cuarto era encender los cigarrillos del hartazgo, ver asomar nuestros desnudos cuerpos flanco a flanco, Las más pequeñas turbias cosas, una uña lastimada que te dolía tanto, el triste rito de ir a lavarte y regresar, las servidumbres.
Tan sólo compartimos los bares y las calles antes de amarnos contra tres espejos: ¿qué más podría darme tu recuerdo?
Pero yo sé guardar y usar lo triste y lo barato en el mismo bolsillo donde llevo esta vida que ilustrará las biografías. Ve, pequeño fantasma, el baño está ahí al lado, yo fumaré esperándote empezaremos otra vez. El cielo raso dibuja un gato, un número, una mano cortada.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 134-135.
Los ritos de pasaje de la raza parecen oscilar monótonamente de la historia a la videncia, de las prestigiosas puertas del pasado a las inciertas del futuro. Los personajes de una novela de James Ballard, favorecidos por un mundo en revuelta entropía, tienden a organizar sus sueños en procura de una verdad primordial, y descienden oníricamente hacia los orígenes, desandando el itinerario de la especie hasta volver a descubrir en sus visiones las selvas de helechos, el primer sol cargado de polen vital, el inútil punto de partida; historiadores perfectos de sí mismos, se lanzan ebrios de pasado en busca del sol de mediodía, van cayendo en un despertar de catástrofe donde los espera una muerte irrisoria. De alguna manera esa aberración me parece un símbolo del hombre contemporáneo, vidente de la historia o historiador de la videncia, empecinado en creer que las puertas (de cuerno) se abren a su espalda o lo esperan (de marfil) en el horizonte. He llegado a convencerme de que esas puertas están pintadas en una muralla de humo y de papel. Hablo ahora de otro pasaje que se deja adivinar through a glass, darkly. Con la más convencional de las sonrisas, Barba Azul ordena: "Jamás abras esa puerta", y la pobre muchacha que algunos llaman Anima no cumplirá el destino que la heroína de la leyenda le proponía con un oscuro signo de complicidad. No solamente no abrirá la puerta sino que sus mecanismos de defensa llegarán a ser tan perfectos que Anima no verá la puerta, la tendrá al alcance del deseo y seguirá buscando el paso con un libro en la mano y una bola de cristal en la otra. ¿No quieres la verdadera llave, Anima? En Judas ha podido verse la máquina necesaria para que la redención teológica cuajara en su espantoso precio de maderas cruzadas y de sangre; Barba Azul, esa otra versión de Judas, sugiere que la desobediencia puede operar la redención aquí y ahora, en este mundo sin dioses. A la luz de figuras arquetípicas toda prohibición es un claro consejo: abre la puerta, ábrela ahora mismo. La puerta está bajo tus párpados, no es historia ni profecía. Pero hay que llegar a verla, y para verla propongo soñar puesto que soñar es un presente desplazado y emplazado por una operación exclusivamente humana, una saturación de presente, un trozo de ámbar gris flotando en el devenir y a la vez aislándose de él en la medida en que el soñante está en su presente, que concita fuera de todo tiempo y espacio kantianos las desconcertadas potencias de su ser. En ese presente para el que Anima no sabe todavía usar sus fuerzas liberadas, en esa pura vivencia donde el soñante y su sueño no están distanciados por categorías del entendimiento, donde todo hombre es a la vez su sueño, estar soñando y ser lo que sueña, la puerta espera al alcance de la mano. No hay más que abrirla ("Jamás abras esa puerta" dio Barba Azul) y la manera es esta: hay que aprender a despertar dentro del sueño, imponer la voluntad a esa realidad onírica de la que hasta ahora sólo se es pasivamente autor, actor y espectador. Quien llegue a despertar a la libertad dentro de su sueño habrá franqueado la puerta y accedido a un plano que será por fin un novum organum. Vertiginosas secuelas se abren aquí al individuo y a la raza: la de volver de la vigilia onírica a la vigilia cotidiana con una sola flor entre los dedos, tendido el puente de la conciliación entre la noche y el día, rota la torpe máquina binaria que separaba a Hipnos de Eros. O más hermosamente, aprender a dormirse en el corazón del primer sueño para llegar a entrar en un segundo, y no sólo eso: llegar a despertar dentro del segundo sueño y abrir así otra puerta, y volver a soñar y despertarse dentro del tercer sueño, y volver a soñar y a despertar, como hacen las muñecas rusas. "Jamás abras esa puerta" dice Barba Azul. ¿Qué harás tú, animula vagula blandula?
A Toby le gusta ver pasar a
la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola,
pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a
su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación
hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la
gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia.
Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez
la cola, satisfecho de haberla visto, y suspira. Es simplemente feliz, la
muchacha rubia ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido
con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas. Tal vez la muchacha
rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como
para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro, y sigue aplicando la cola
a la madera terciada.
Lo más difíciles
cercarla, conocer su límite allí donde se enlaza con la penumbra al borde de sí
misma. Escogerla entre tantas otras, apartarla de la luz que toda sombra
respira sigilosa, peligrosamente.
Empezar
entonces a vestirla como distraído, sin moverse demasiado, sin asustarla o
disolverla: operación inicial donde la nada se agazapa en cada gesto. La ropa
interior, el transparente corpiño, las medias que dibujan un ascenso sedoso
hacia los muslos. Todo lo consentirá en su momentánea ignorancia, como si
todavía creyera estar jugando con otra sombra, pero bruscamente se inquietará
cuando la falda ciña su cintura y sienta los dedos que abotonan la blusa entre
los senos, rozando la garganta que se alza hasta perderse en un oscuro
surtidor.
Rechazará
el gesto de coronarla con la peluca de flotante pelo rubio (¡ese halo
tembloroso rodeando un rostro inexistente!) y habrá que apresurarse a dibujar
la boca con la brasa del cigarrillo, deslizar sortijas y pulseras para darle
esas manos con que resistirá inciertamente mientras los labios apenas nacidos
murmuran el plañido inmemorial de quien despierta al mundo. Faltarán los ojos,
que han de brotar de las lágrimas, la sombra por sí misma completándose para
mejor luchar, para negarse. Inútilmente conmovedora cuando el mismo impulso que
la vistió, la misma sed de verla asomar perfecta del confuso espacio, la
envuelva en su juncal de caricias, comience a desnudarla, a descubrir, por
primera vez su forma que vanamente busca cobijarse tras manos y súplicas,
cediendo lentamente a la caída entre un brillar de anillos que rasgan en el
aire sus luciérnagas húmedas.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 190-191.
Automovilista
en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la
ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace le gesto usual del auto stop,
tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas
palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a
las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento
rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo
más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras
el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se
podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La
muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad
del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles,
pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso
roba le auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menos
impresión digital porque en este oficio no hay que descuidarse.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 56-57.
En un lugar de la bibliografía del que no quiero acordarme se explicó alguna vez que hay escaleras para subir y escaleras para bajar; lo que no se dijo entonces es que también puede haber escaleras para ir hacia atrás.
Los usuarios de estos útiles artefactos comprenderán sin excesivo esfuerzo que cualquier escalera va hacia atrás si uno la sube de espaldas, pero lo que en esos casos está por verse es el resultado de tan insólito proceso. Hágase la prueba con cualquier escalera; vencido el primer sentimiento de incomodidad e incluso de vértigo, se descubrirá a cada peldaño un nuevo ámbito que si bien forma parte del ámbito del peldaño precedente, al mismo tiempo lo corrige, lo critica y lo ensancha.
Piénsese que muy poco antes, la última vez que se había trepado en la forma usual por la escalera, el mundo de atrás quedaba abolido por la escalera misma, su hipnótica suseción; en cambio bastará subirla de espaldas para que un horizonte limitado al comienzo por la tapia del jardín salte ahora hasta el campito de los Peñaloza, abarque luego el molino de la turca, estalle en los álamos del cementerio, y con un poco de suerte llegue hasta el horizonte de verdad, el de la definición que nos enseñaba la señorita de tercer grado.
¿y el cielo, y las nubes? Cuéntelas cuando esté en lo más alto, bébase el cielo que le cae en plena cara desde su inmenso embudo.
A lo mejor después, cuando gire enredondo y entre en el piso alto de su casa, en su vida doméstica y diaria, comprenderá que también allí había que mirar muchas cosas en esa forma, que también en una boca, un amor, una novela, había que subir hacia atrás. Pero tenga cuidado, es fácil tropezar y caerse; hay cosas que sólo se dejan ver mientras se sube hacia atrás y otras que no quieren, que tienen miedo a ese ascenso que las obliga a desnudarse tanto; obstinadas en su nivel y en su máscara se vengan cruelmente del que sube de espaldas para ver lo otro, el campito de los Peñaloza o los álamos del cementerio. Cuidado con esa silla; cuidado con esa mujer.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 222-224
De tus muchísimos amantes guardas
destrezas, inesperados sesgos,
caprichos repentinos y falsas
negativas que una sonrisa desmantela,
quizá la intermitencia de unos ojos hincados en el goce
y bruscamente, sin aviso, esa obstinada negativa a abrir los párpados,
no sé, cosas esquivas, cambios que remontan a gustos superpuestos,
a músicas distintas, a tantos bares donde diferentes manos te leyeron
y donde diferentes nombres entraron en tu alerta indiferencia
de pasajera, de indescifrable francotiradora.
A mi vez dejaré en tu piel la
huella de estas ceremonias,
de hábitos definidos, de maneras y de ángulos,
oh arena donde tantos arquitectos levantaron sus torres y sus puentes
para que el viento las llevara mientras tú te volvías al malecón o al bar
virgen a tu manera, la manera mejor y más hermosa de ser virgen
dadora de las playas para los nuevos juegos.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 136-137
Te amo por cejas, por cabello, te dabato en corredores blanquísimos
donde se juegan las fuentes de la luz, te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz voy poniéndote en el pelo cenizas de relámapago y cintas que
dormían en la lluvia No quiero que tengas una forma, que seas precisamente lo que
viene detrás de tu mano, porque el agua, considera el agua, y los leones cuando se disuelven
en el azúcar de la fébula, y los gestos, esa arquitectura de la nada, encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro. Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo, pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio,
esa sonrisa. Busco tu suma, el borde de la copa donde le vino es también la luna y el espejo, busco esa línea que hace temblar a un hombre
en una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 108-109
El estado que definimos como distracción
podría ser de alguna manera una forma diferente de la atención, su manifestación
simétrica más profunda situándose en otro plano de la psiquis; una atención
dirigida desde o a través e incluso hacia ese plano profundo. No es infrecuente
que en el sujeto dado a ese tipo de distracciones (lo que se llama papar
moscas) la presentación sucesiva de varios fenómenos heterogéneos cree
instantáneamente una aprehensión de homogeneidad deslumbradora. En mi condición
habitual de papador de moscas puede ocurrirme que una serie de fenómenos
iniciada por el ruido de una puerta al cerrarse, que precede o se superpone a
una sonrisa de mi mujer, al recuerdo de una callejuela en Antibes y a la visión
de una rosa en un vaso, desencadene una figura ajena a todos sus elementos
parciales, por completo indiferente a sus posibles nexos asociativos o
causales, y proponga -en ese instante fulgural e irrepetible y ya pasado y
oscurecido- la entrevisión de otra realidad en la que eso que para mí era ruido
de puerta, sonrisa y rosa constituye algo por completo diferente en esencia y
significación. Suele señalarse también que la imagenpoética es una
re-presentación de elementos de la realidad usual articulados de tal manera que
su sistema de relaciones favorece esa misma entrevisión de una realidad otra.
La diferencia estriba en que el poeta es el enajenador involuntario o
voluntario pero siempre intencionado de esos elementos (Intuir la nueva
articulación, escribir la imagen), mientras que en la vivencia del papador de
moscas la entrevisión se da pasiva y fatalmente: la puerta s golpea, alguien
sonríe, y el sujeto padece un extrañamiento instantáneo. Personalmente proclive
a las dos formas, la más o menos intencionada y la totalmente pasiva, es ésta
última la que me arranca con mayor fuerza de mí mismo para proyectarme hacia
una perspectiva de la realidad en la que desgraciadamente no soy capaz de hacer
pie y permanecer. A señalar que en el ejemplo, los elementos de la serie:
puerta que se golpea -sonrisa - Antibes - rosa -, cesan d ser lo que connotan
los términos respectivos, sin que pueda saberse qué pasan a ser. El
deslizamiento ocurre un poco como en el fenómeno del déjà vu: apenas iniciada
la serie, digamos: puerta - sonrisa -, lo que sigue (Antibes - rosa -) pasa a
ser parte de la figura total y cesa de valer en tanto que !Antibes" y
"rosa", a la vez que los elementos desencadenantes (puerta - sonrisa)
se integran en la figura cumplida. Se está como ante una cristalización
fulgurante, y si la sentimos desarrollarse temporalmente: 1)puerta, 2)sonrisa,
algo nos asegura irrefutablemente que es sólo por razones de condicionamiento
psicológico o mediatización en el continuo espacio-tiempo. En realidad todo
ocurre(es) a la vez: la "puerta", la "sonrisa" y el resto
de los elementos que dan la figura, se proponen como facetas o eslabones, como
un relámpago articulante que cuaja el cristal en un acaecer sin estar en la
duración. Imposible que lo que retengamos, puesto que no sabemos des-plazarnos.
Queda una ansiedad, un temblor, una vaga nostalgia. Algo estaba ahí, quizá tan
cerca. Y ya no hay más que una rosa en su vaso, en este lado donde a rose is a
rose is a rose y nada más.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 127-129.
Gómez es un hombre modesto y borroso que sólo le pide a la vida un pedacito
bajo el sol, el diario con noticias exaltantes y un choclo hervido con poca sal
pero, eso sí, con bastante manteca. A nadie le puede extrañar entonces que
apenas haya reunido la edad y el dinero suficientes este sujeto se traslade al
campo, busque una región de colinas agradables y pueblecitos inocentes y se
compre un metro cuadrado de tierra para estar lo que se dice en su casa.
Esto
del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en condiciones ordinarias, es
decir sin Gómez y sin Literio. Como a Gómez no le interesa más que un pedacito
de tierra donde instalar su reposera verde y sentarse a leer el diario y a
hervir su choclo con ayuda de un calentador Primus, sería difícil que alguien
le vendiera un metro cuadrado, porque, en realidad, nadie tiene un metro
cuadrado sino muchísisimos metros cuadrados, y vender un metro cuadrado en
mitad o al extremo de los otros metros cuadrados plantea problemas de catastro,
de convivencia, de impuestos y además, es ridículo y no se hace, qué
tanto. Y cuando Gómez, llevando la reposera con el Primus y los choclos
empieza a desanimarse después de haber recorrido gran parte de los valles y las
colinas, se descubre que Literio tiene entre dos terrenos justo un rincón que
mide un metro cuadrado y que por hallarse entre dos solares comprados en épocas
diferentes posee una especie de personalidad propia, aunque en apariencia no
sea más que un montón de pasto con un cardo apuntando hacia el norte. El notario
y Literio se mueren de risa durante la firma de la escritura, pero dos días
después, Gómez ya está instalado en su terreno en el que pasa todo el día
leyendo y comiendo hasta que al atardecer regresa al hotel del pueblo donde
tiene alquilada una buena habitación, porque Gómez será loco pero nada idiota,
y eso hasta Literio y el notario están prontos a reconocerlo.
Con lo cual el
verano en los valles va pasando agradablemente aunque de cuando en cuando hay
turistas que han oído hablar del asunto y se asoman para mirar a Gómez leyendo
en su reposera. Una noche un turista venezolano se anima a preguntarle a Gómez
por quó ha comprado solamente un metro cuadrado de tierra y para qué puede
servir esa tierra, a parte de colocar la reposera, en tanto el turista venezolano
como los otros estupefactos contertulios, escuchan esta respuesta:Usted parece ignorar que la propiedad de un terreno se
extiende desde de la superficie hasta el centro de la tierra: ¡Calcule
entonces!.- Nadie calcula, pero todos tienen la visión de un pozo cuadrado que baja,
baja y baja hasta no se sabe dónde y de alguna manera eso parece más importante
que cuando se tienen trece hectáreas y se tiene que imaginar un agujero de
semejante superficie que baje, baje y baje. Por eso, cuando los ingenieros
llegan tres semanas depués, todo el mundo se da cuenta que el venezolano
no se ha tragado la píldora y ha sospechado el secreto de Gómez, o sea, que en
esta zona debe haber petróleo. Literio es el primero en permitir que le
arruinen sus campos de alfalfa y girasol con insensatas perforaciones que
llenan la atmósfera de malsanos humos, los demas propietarios perforan noche y
día en todas partes y hasta se da el caso de una pobre señora que, entre
grandes lágrimas, tiene que correr la cama de tres generaciones de
honestos labriegos, porque los ingenieros han localizado una zona neurálgica en
el mismo medio del dormitorio. Gómez observa de lejos las operaciones, sin
preocuparse mayor cosa aunque el ruido de las máquinas lo distrae de las
noticias del diario. Por supuesto, nadie le ha dicho algo sobre su terreno y él
no es hombre curioso y sólo contesta cuando le hablan, por eso responde que no
cuando el emisario del consorcio petrolero venezolano se confiesa vencido y va
a verlo para que le venda el metro cuadrado, el emisario tiene órdenes de
comprar a cualquier precio y empieza a mencionar cifras que suben a razón
de cinco mil dólares por minuto, con lo cual al cabo
de tres horas, Gómez pliega la reposera, guarda el Primus y el choclo en
la valijita y firma un papel que lo convierte en el hombre más rico del país,
siempre y cuando se encuentre petróleo en su terreno, cosa que ocurre
justamente una semana más tarde, en forma de un chorro que deja empapada a la
familia de Literio y a todas las gallinas de la zona.
Gómez, que está muy
sorprendido se vuelve a la ciudad donde comenzó su existencia y se compra un
departamento en el piso más alto de un rascacielos, pues ahí hay una terraza a
pleno sol para leer el diario y hervir el choclo sin que vengan a distraerlo
venezolanos sabiesos ni gallinas tejidas de negro con la indignación que
siempre manifiestan estos animales cuando se les rocía con petróleo bruto.
Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI,
Madrid, 2009 (1969), pp. 220-223.
En casa tengo un pinchajeta muy raro. Apenas se apagan las campanas de
Saint Rock, mi pinchajeta se endereza sobre las patas y comienza a
dirigirme su discurso cotidiano. Hundido en mi sillón de mimbre hace
años que trato de fingir indiferencia, puesto que las frases de esa
criatura no deberían preocuparme. Pero hasta ahora, mi pinchajeta ha
sido siempre más astuto que yo, de manera que apenas comienza su
discurso, enunciado en una forma sobre todo onomatopéyica pero fácil de
descifrar, estoy obligado a escucharlo como quien dice en estado de
alerta, manifestando sin la menor ambigüedad mi aprobación y mi
contento. Si todo terminara ahí, al cabo de unos veinte
minutos me sería dado sumirme nuevamente en las memorias de San Simón,
pero mi pinchajeta no se da por satisfecho de ninguna manera. Apenas
acabado su discurso me exige que lo resuma en algunas frases. Es el
momento más penoso de la noche, porque con frecuencia me sucede perder
el hilo de mis pensamientos. Para no citar más que un ejemplo; si su
discurso de esa noche gira en torno al sonido "a", del cual es capaz de
extraer interminables modulaciones, cambios armónicos y derivaciones
hacia el "e" o el "o", digamos la gama de los "a-e", "a-e-a", "a-e-e",
"a-o-a", "a-o-o", "a-e-o-a", "a-e-e-o-o", etcétera, bastará que me vea
en la imposibilidad de establecer el puente lógico entre dos estados de
la materia del discurso para que todo el edificio se venga abajo.
Entonces, la rabia de mi pinchajeta no conoce límites, y por desgracia
he debido soportar muchas veces las consecuencias. En primer término está la cuestión del cenicero. Si se ha enojado por las razones que acabo de exponer (aunque la variedad es infinita), será inútil pedirle a pinchajeta que me traiga el cenicero para fumar mi cigarro de las nueve y media. Frente a mi petición reaccionará inopinadamente, ya sea dejándose caer en el cesto de los papeles o metiéndose bajo la mesa de juego para desde allí, mirarme, la boca entre las patas, con un aire vagamente esfingíaco. Por mi parte la ncapacidad de resumir el discurso me ponecasi siempre en un estado del que lo menos que puede decirse es que mi bilis se lanza hacia vórtices de una extrema complejidad psicológica. Semejante situación solo puede provocar tensiones que el tiempo, cuerda de reloj abominable, multiplica como en un juego de espejos belgas. Por eso resulta casi natural, aunque esta palabra parezca aquí un tanto fuera de lugar, que terminemos por insultarnos de la manera más minuciosa y que mi pinchajeta, indifirente a las graves consecuencias que puede acarrear su conducta en la economía de la casa, me arranque de la mano el pañuelo de batista para secar las lágrimas que la cólera provoca en su nariz más que en sus ojos llameantes. A esa altura de la crisis me es dado medir hasta qué punto domino a mi pinchajeta, pues esta criatura no se anima a ir más allá de sus maniobras con el cenicero o el pañuelo, aunque dad mi inmovilidad forzosale seria fácil someterme a vejámenes por lo menos desconsiderados.
Imposible dejar de comprobar en situaciones parecidas que un alma de pinchajeta no va más allá del dedo meñique, y eso induce a una cierta conmiseración y olvido, aunque más no sea porque facilita el silencio y el recogimiento. En efecto a partir de ese minuto la casa quedará silenciosa con resumen o sin resumen el discurso ha terminado, el cenicero ha sido traído o negado, el pañuelo sigue o no en mi mano. No nos queda más que mirarnos fijamente, dejando que sobre nosotros se cierre la gran bóveda de la noche. Hasta las siete y cuarto de la mañana no nos traerán el desayuno. Tenemos tiempo de sobra, como se ve.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 86-89.
Cada uno tiene sus brújulas y sus barómetros, personalmente Dalí me ha servido siempre adivinar el rumbo de quienes lo juzgan. Cuando quiero entender de entrada a alguien que me presentan sin mayores referencias, me las arreglo para sacar a Dalí de algún cajón de diálogo. Si me dicen (sintetizo una opinión que puede durar diez minutos) : "es un estupendo hijo de mala madre", siento que hay contacto y que todo puede andar bien. Si en cambio la respuesta se corta por el lado de: "dejando aparte su pintura, es un ser moralmente despreciable", cierro el cajón y me despido lo antes posible porque está claro que ha tocado aguantar a un señor bien y pocas cosas me cuestan más que eso en la vida. Aparente,mente las dos opiniones se parecen , puesto que ponen el acento (más bien el remache) en una calificación moral; pero hay que estar allí, percibir el tono y las resonancias de las dos opiniones para comprender cuánto se diferencian. Que Dalí sea un hijo de mala madre contiene un efeumismo que le cae por la cabeza (otro efeumismo) a una pobre señora catalana, cuando es él quien debería recibir el ladrillazo entre los bigotes-antenas (...)
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 214-219.
Es
obvio que trataran de comprar a todo poeta o narrador de ideología socialista
cuya literatura influya en el panorama de su tiempo; no es menos obvio que del
escritor, y sólo de él dependerá que ello no ocurra.
En
cambio le será más difícil y penoso evitar que sus correligionarios y lectores
(no siempre los unos son los otros) lo sometan a toda la gama de las
extorsiones sentimentales y políticas para forzarlo amablemente a meterse cada
vez más en las formas públicas y espectaculares del “compromiso. Llegará un día
en que, más que libros, le reclamarán discursos, conferencias, firmas,
cartas abiertas, polémicas, asistencia a congresos y política.
Y
así ese justo, delicado equilibrio que permite seguir creando una obra con aire
en las alas, sin convertirse en el monstruo sagrado, el prócer que exhiben en las ferias
de la historia cotidiana, se vuelve el combate más duro que ha de librar el
poeta o el narrador para que su compromiso se siga cumpliendo allí donde tiene su razón de ser, allí
donde brota su follaje.
Amarga
y necesaria moraleja: No te dejes comprar, pibe, pero tampoco vender.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), p. 189.
Album con fotos
La verdadera cara de los ángeles
es que hay napalm y hay niebla y hay tortura
la cara verdadera es el zapato entre la mierda,
el lunes de mañana, el diario.
La verdadera cara
cuelga de perchas y liquidación de saldos.
De los ángeles la cara verdadera
es un álbum que cuesta 30 francos
y está lleno de caras:
las verdaderas caras de los ángeles.
La cara de un negrito hambriento,
la cara de un cholito mendigando,
un vietnamita, un argentino, un español,
la cara verde del hambre verdadera de los ángeles.
Por 30 francos la emoción en casa.
La cara verdadera de los ángeles,
la cara verdadera de los hombres,
la verdadera cara de los ángeles.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 156-157.