El estado que definimos como distracción
podría ser de alguna manera una forma diferente de la atención, su manifestación
simétrica más profunda situándose en otro plano de la psiquis; una atención
dirigida desde o a través e incluso hacia ese plano profundo. No es infrecuente
que en el sujeto dado a ese tipo de distracciones (lo que se llama papar
moscas) la presentación sucesiva de varios fenómenos heterogéneos cree
instantáneamente una aprehensión de homogeneidad deslumbradora. En mi condición
habitual de papador de moscas puede ocurrirme que una serie de fenómenos
iniciada por el ruido de una puerta al cerrarse, que precede o se superpone a
una sonrisa de mi mujer, al recuerdo de una callejuela en Antibes y a la visión
de una rosa en un vaso, desencadene una figura ajena a todos sus elementos
parciales, por completo indiferente a sus posibles nexos asociativos o
causales, y proponga -en ese instante fulgural e irrepetible y ya pasado y
oscurecido- la entrevisión de otra realidad en la que eso que para mí era ruido
de puerta, sonrisa y rosa constituye algo por completo diferente en esencia y
significación. Suele señalarse también que la imagen poética es una
re-presentación de elementos de la realidad usual articulados de tal manera que
su sistema de relaciones favorece esa misma entrevisión de una realidad otra.
La diferencia estriba en que el poeta es el enajenador involuntario o
voluntario pero siempre intencionado de esos elementos (Intuir la nueva
articulación, escribir la imagen), mientras que en la vivencia del papador de
moscas la entrevisión se da pasiva y fatalmente: la puerta s golpea, alguien
sonríe, y el sujeto padece un extrañamiento instantáneo. Personalmente proclive
a las dos formas, la más o menos intencionada y la totalmente pasiva, es ésta
última la que me arranca con mayor fuerza de mí mismo para proyectarme hacia
una perspectiva de la realidad en la que desgraciadamente no soy capaz de hacer
pie y permanecer. A señalar que en el ejemplo, los elementos de la serie:
puerta que se golpea -sonrisa - Antibes - rosa -, cesan d ser lo que connotan
los términos respectivos, sin que pueda saberse qué pasan a ser. El
deslizamiento ocurre un poco como en el fenómeno del déjà vu: apenas iniciada
la serie, digamos: puerta - sonrisa -, lo que sigue (Antibes - rosa -) pasa a
ser parte de la figura total y cesa de valer en tanto que !Antibes" y
"rosa", a la vez que los elementos desencadenantes (puerta - sonrisa)
se integran en la figura cumplida. Se está como ante una cristalización
fulgurante, y si la sentimos desarrollarse temporalmente: 1)puerta, 2)sonrisa,
algo nos asegura irrefutablemente que es sólo por razones de condicionamiento
psicológico o mediatización en el continuo espacio-tiempo. En realidad todo
ocurre (es) a la vez: la "puerta", la "sonrisa" y el resto
de los elementos que dan la figura, se proponen como facetas o eslabones, como
un relámpago articulante que cuaja el cristal en un acaecer sin estar en la
duración. Imposible que lo que retengamos, puesto que no sabemos des-plazarnos.
Queda una ansiedad, un temblor, una vaga nostalgia. Algo estaba ahí, quizá tan
cerca. Y ya no hay más que una rosa en su vaso, en este lado donde a rose is a
rose is a rose y nada más.
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martes, 15 de noviembre de 2011
Cristal con una rosa dentro
Las buenas inversiones
Gómez es un hombre modesto y borroso que sólo le pide a la vida un pedacito
bajo el sol, el diario con noticias exaltantes y un choclo hervido con poca sal
pero, eso sí, con bastante manteca. A nadie le puede extrañar entonces que
apenas haya reunido la edad y el dinero suficientes este sujeto se traslade al
campo, busque una región de colinas agradables y pueblecitos inocentes y se
compre un metro cuadrado de tierra para estar lo que se dice en su casa.
Esto del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en condiciones ordinarias, es decir sin Gómez y sin Literio. Como a Gómez no le interesa más que un pedacito de tierra donde instalar su reposera verde y sentarse a leer el diario y a hervir su choclo con ayuda de un calentador Primus, sería difícil que alguien le vendiera un metro cuadrado, porque, en realidad, nadie tiene un metro cuadrado sino muchísisimos metros cuadrados, y vender un metro cuadrado en mitad o al extremo de los otros metros cuadrados plantea problemas de catastro, de convivencia, de impuestos y además, es ridículo y no se hace, qué tanto. Y cuando Gómez, llevando la reposera con el Primus y los choclos empieza a desanimarse después de haber recorrido gran parte de los valles y las colinas, se descubre que Literio tiene entre dos terrenos justo un rincón que mide un metro cuadrado y que por hallarse entre dos solares comprados en épocas diferentes posee una especie de personalidad propia, aunque en apariencia no sea más que un montón de pasto con un cardo apuntando hacia el norte. El notario y Literio se mueren de risa durante la firma de la escritura, pero dos días después, Gómez ya está instalado en su terreno en el que pasa todo el día leyendo y comiendo hasta que al atardecer regresa al hotel del pueblo donde tiene alquilada una buena habitación, porque Gómez será loco pero nada idiota, y eso hasta Literio y el notario están prontos a reconocerlo.
Con lo cual el verano en los valles va pasando agradablemente aunque de cuando en cuando hay turistas que han oído hablar del asunto y se asoman para mirar a Gómez leyendo en su reposera. Una noche un turista venezolano se anima a preguntarle a Gómez por quó ha comprado solamente un metro cuadrado de tierra y para qué puede servir esa tierra, a parte de colocar la reposera, en tanto el turista venezolano como los otros estupefactos contertulios, escuchan esta respuesta: Usted parece ignorar que la propiedad de un terreno se extiende desde de la superficie hasta el centro de la tierra: ¡Calcule entonces!.- Nadie calcula, pero todos tienen la visión de un pozo cuadrado que baja, baja y baja hasta no se sabe dónde y de alguna manera eso parece más importante que cuando se tienen trece hectáreas y se tiene que imaginar un agujero de semejante superficie que baje, baje y baje. Por eso, cuando los ingenieros llegan tres semanas depués, todo el mundo se da cuenta que el venezolano no se ha tragado la píldora y ha sospechado el secreto de Gómez, o sea, que en esta zona debe haber petróleo. Literio es el primero en permitir que le arruinen sus campos de alfalfa y girasol con insensatas perforaciones que llenan la atmósfera de malsanos humos, los demas propietarios perforan noche y día en todas partes y hasta se da el caso de una pobre señora que, entre grandes lágrimas, tiene que correr la cama de tres generaciones de honestos labriegos, porque los ingenieros han localizado una zona neurálgica en el mismo medio del dormitorio. Gómez observa de lejos las operaciones, sin preocuparse mayor cosa aunque el ruido de las máquinas lo distrae de las noticias del diario. Por supuesto, nadie le ha dicho algo sobre su terreno y él no es hombre curioso y sólo contesta cuando le hablan, por eso responde que no cuando el emisario del consorcio petrolero venezolano se confiesa vencido y va a verlo para que le venda el metro cuadrado, el emisario tiene órdenes de comprar a cualquier precio y empieza a mencionar cifras que suben a razón de cinco mil dólares por minuto, con lo cual al cabo de tres horas, Gómez pliega la reposera, guarda el Primus y el choclo en la valijita y firma un papel que lo convierte en el hombre más rico del país, siempre y cuando se encuentre petróleo en su terreno, cosa que ocurre justamente una semana más tarde, en forma de un chorro que deja empapada a la familia de Literio y a todas las gallinas de la zona.
Gómez, que está muy sorprendido se vuelve a la ciudad donde comenzó su existencia y se compra un departamento en el piso más alto de un rascacielos, pues ahí hay una terraza a pleno sol para leer el diario y hervir el choclo sin que vengan a distraerlo venezolanos sabiesos ni gallinas tejidas de negro con la indignación que siempre manifiestan estos animales cuando se les rocía con petróleo bruto.
Esto del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en condiciones ordinarias, es decir sin Gómez y sin Literio. Como a Gómez no le interesa más que un pedacito de tierra donde instalar su reposera verde y sentarse a leer el diario y a hervir su choclo con ayuda de un calentador Primus, sería difícil que alguien le vendiera un metro cuadrado, porque, en realidad, nadie tiene un metro cuadrado sino muchísisimos metros cuadrados, y vender un metro cuadrado en mitad o al extremo de los otros metros cuadrados plantea problemas de catastro, de convivencia, de impuestos y además, es ridículo y no se hace, qué tanto. Y cuando Gómez, llevando la reposera con el Primus y los choclos empieza a desanimarse después de haber recorrido gran parte de los valles y las colinas, se descubre que Literio tiene entre dos terrenos justo un rincón que mide un metro cuadrado y que por hallarse entre dos solares comprados en épocas diferentes posee una especie de personalidad propia, aunque en apariencia no sea más que un montón de pasto con un cardo apuntando hacia el norte. El notario y Literio se mueren de risa durante la firma de la escritura, pero dos días después, Gómez ya está instalado en su terreno en el que pasa todo el día leyendo y comiendo hasta que al atardecer regresa al hotel del pueblo donde tiene alquilada una buena habitación, porque Gómez será loco pero nada idiota, y eso hasta Literio y el notario están prontos a reconocerlo.
Con lo cual el verano en los valles va pasando agradablemente aunque de cuando en cuando hay turistas que han oído hablar del asunto y se asoman para mirar a Gómez leyendo en su reposera. Una noche un turista venezolano se anima a preguntarle a Gómez por quó ha comprado solamente un metro cuadrado de tierra y para qué puede servir esa tierra, a parte de colocar la reposera, en tanto el turista venezolano como los otros estupefactos contertulios, escuchan esta respuesta: Usted parece ignorar que la propiedad de un terreno se extiende desde de la superficie hasta el centro de la tierra: ¡Calcule entonces!.- Nadie calcula, pero todos tienen la visión de un pozo cuadrado que baja, baja y baja hasta no se sabe dónde y de alguna manera eso parece más importante que cuando se tienen trece hectáreas y se tiene que imaginar un agujero de semejante superficie que baje, baje y baje. Por eso, cuando los ingenieros llegan tres semanas depués, todo el mundo se da cuenta que el venezolano no se ha tragado la píldora y ha sospechado el secreto de Gómez, o sea, que en esta zona debe haber petróleo. Literio es el primero en permitir que le arruinen sus campos de alfalfa y girasol con insensatas perforaciones que llenan la atmósfera de malsanos humos, los demas propietarios perforan noche y día en todas partes y hasta se da el caso de una pobre señora que, entre grandes lágrimas, tiene que correr la cama de tres generaciones de honestos labriegos, porque los ingenieros han localizado una zona neurálgica en el mismo medio del dormitorio. Gómez observa de lejos las operaciones, sin preocuparse mayor cosa aunque el ruido de las máquinas lo distrae de las noticias del diario. Por supuesto, nadie le ha dicho algo sobre su terreno y él no es hombre curioso y sólo contesta cuando le hablan, por eso responde que no cuando el emisario del consorcio petrolero venezolano se confiesa vencido y va a verlo para que le venda el metro cuadrado, el emisario tiene órdenes de comprar a cualquier precio y empieza a mencionar cifras que suben a razón de cinco mil dólares por minuto, con lo cual al cabo de tres horas, Gómez pliega la reposera, guarda el Primus y el choclo en la valijita y firma un papel que lo convierte en el hombre más rico del país, siempre y cuando se encuentre petróleo en su terreno, cosa que ocurre justamente una semana más tarde, en forma de un chorro que deja empapada a la familia de Literio y a todas las gallinas de la zona.
Gómez, que está muy sorprendido se vuelve a la ciudad donde comenzó su existencia y se compra un departamento en el piso más alto de un rascacielos, pues ahí hay una terraza a pleno sol para leer el diario y hervir el choclo sin que vengan a distraerlo venezolanos sabiesos ni gallinas tejidas de negro con la indignación que siempre manifiestan estos animales cuando se les rocía con petróleo bruto.
Julio Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 220-223.
lunes, 14 de noviembre de 2011
Los discursos del pinchajeta
En casa tengo un pinchajeta muy raro. Apenas se apagan las campanas de
Saint Rock, mi pinchajeta se endereza sobre las patas y comienza a
dirigirme su discurso cotidiano. Hundido en mi sillón de mimbre hace
años que trato de fingir indiferencia, puesto que las frases de esa
criatura no deberían preocuparme. Pero hasta ahora, mi pinchajeta ha
sido siempre más astuto que yo, de manera que apenas comienza su
discurso, enunciado en una forma sobre todo onomatopéyica pero fácil de
descifrar, estoy obligado a escucharlo como quien dice en estado de
alerta, manifestando sin la menor ambigüedad mi aprobación y mi
contento.
Si todo terminara ahí, al cabo de unos veinte minutos me sería dado sumirme nuevamente en las memorias de San Simón, pero mi pinchajeta no se da por satisfecho de ninguna manera. Apenas acabado su discurso me exige que lo resuma en algunas frases. Es el momento más penoso de la noche, porque con frecuencia me sucede perder el hilo de mis pensamientos. Para no citar más que un ejemplo; si su discurso de esa noche gira en torno al sonido "a", del cual es capaz de extraer interminables modulaciones, cambios armónicos y derivaciones hacia el "e" o el "o", digamos la gama de los "a-e", "a-e-a", "a-e-e", "a-o-a", "a-o-o", "a-e-o-a", "a-e-e-o-o", etcétera, bastará que me vea en la imposibilidad de establecer el puente lógico entre dos estados de la materia del discurso para que todo el edificio se venga abajo. Entonces, la rabia de mi pinchajeta no conoce límites, y por desgracia he debido soportar muchas veces las consecuencias. En primer término está la cuestión del cenicero. Si se ha enojado por las razones que acabo de exponer (aunque la variedad es infinita), será inútil pedirle a pinchajeta que me traiga el cenicero para fumar mi cigarro de las nueve y media. Frente a mi petición reaccionará inopinadamente, ya sea dejándose caer en el cesto de los papeles o metiéndose bajo la mesa de juego para desde allí, mirarme, la boca entre las patas, con un aire vagamente esfingíaco. Por mi parte la ncapacidad de resumir el discurso me ponecasi siempre en un estado del que lo menos que puede decirse es que mi bilis se lanza hacia vórtices de una extrema complejidad psicológica. Semejante situación solo puede provocar tensiones que el tiempo, cuerda de reloj abominable, multiplica como en un juego de espejos belgas. Por eso resulta casi natural, aunque esta palabra parezca aquí un tanto fuera de lugar, que terminemos por insultarnos de la manera más minuciosa y que mi pinchajeta, indifirente a las graves consecuencias que puede acarrear su conducta en la economía de la casa, me arranque de la mano el pañuelo de batista para secar las lágrimas que la cólera provoca en su nariz más que en sus ojos llameantes. A esa altura de la crisis me es dado medir hasta qué punto domino a mi pinchajeta, pues esta criatura no se anima a ir más allá de sus maniobras con el cenicero o el pañuelo, aunque dad mi inmovilidad forzosale seria fácil someterme a vejámenes por lo menos desconsiderados.
Si todo terminara ahí, al cabo de unos veinte minutos me sería dado sumirme nuevamente en las memorias de San Simón, pero mi pinchajeta no se da por satisfecho de ninguna manera. Apenas acabado su discurso me exige que lo resuma en algunas frases. Es el momento más penoso de la noche, porque con frecuencia me sucede perder el hilo de mis pensamientos. Para no citar más que un ejemplo; si su discurso de esa noche gira en torno al sonido "a", del cual es capaz de extraer interminables modulaciones, cambios armónicos y derivaciones hacia el "e" o el "o", digamos la gama de los "a-e", "a-e-a", "a-e-e", "a-o-a", "a-o-o", "a-e-o-a", "a-e-e-o-o", etcétera, bastará que me vea en la imposibilidad de establecer el puente lógico entre dos estados de la materia del discurso para que todo el edificio se venga abajo. Entonces, la rabia de mi pinchajeta no conoce límites, y por desgracia he debido soportar muchas veces las consecuencias. En primer término está la cuestión del cenicero. Si se ha enojado por las razones que acabo de exponer (aunque la variedad es infinita), será inútil pedirle a pinchajeta que me traiga el cenicero para fumar mi cigarro de las nueve y media. Frente a mi petición reaccionará inopinadamente, ya sea dejándose caer en el cesto de los papeles o metiéndose bajo la mesa de juego para desde allí, mirarme, la boca entre las patas, con un aire vagamente esfingíaco. Por mi parte la ncapacidad de resumir el discurso me ponecasi siempre en un estado del que lo menos que puede decirse es que mi bilis se lanza hacia vórtices de una extrema complejidad psicológica. Semejante situación solo puede provocar tensiones que el tiempo, cuerda de reloj abominable, multiplica como en un juego de espejos belgas. Por eso resulta casi natural, aunque esta palabra parezca aquí un tanto fuera de lugar, que terminemos por insultarnos de la manera más minuciosa y que mi pinchajeta, indifirente a las graves consecuencias que puede acarrear su conducta en la economía de la casa, me arranque de la mano el pañuelo de batista para secar las lágrimas que la cólera provoca en su nariz más que en sus ojos llameantes. A esa altura de la crisis me es dado medir hasta qué punto domino a mi pinchajeta, pues esta criatura no se anima a ir más allá de sus maniobras con el cenicero o el pañuelo, aunque dad mi inmovilidad forzosale seria fácil someterme a vejámenes por lo menos desconsiderados.
Imposible dejar de comprobar en situaciones parecidas que un alma de pinchajeta no va más allá del dedo meñique, y eso induce a una cierta conmiseración y olvido, aunque más no sea porque facilita el silencio y el recogimiento. En efecto a partir de ese minuto la casa quedará silenciosa con resumen o sin resumen el discurso ha terminado, el cenicero ha sido traído o negado, el pañuelo sigue o no en mi mano. No nos queda más que mirarnos fijamente, dejando que sobre nosotros se cierre la gran bóveda de la noche. Hasta las siete y cuarto de la mañana no nos traerán el desayuno. Tenemos tiempo de sobra, como se ve.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 86-89.
domingo, 13 de noviembre de 2011
HOMENAJE A UNA TORRE DE FUEGO
![]() |
Dibujo de Antonio Seguí |
Este texto escrito para
MARCHA, de Montevideo, se refiere a las jornadas de mayo de 1968 en París y a
la ocupación de la casa de la Argentina en la Ciudad Universitaria por un grupo
de compatriotas
Nadie les ha enseñado a hacer lo que estan
haciendo; nadie le enseña al árbol la forma de dar sus hojas y sus frutos. No
se han dejado utilizar, como tantas veces en otros tiempos, a manera de cabezas
de puente o pavos de la boda; hoy están solos frente a una realidad
resquebrajada, son una inmensa muchedumbre que no acepta ya reajustarse para
ingresar ventajosamente en ese mundo que se da a llamar moderno, que no acepta
que ese mundo los recupere con la hipócrita reconciliación paternal frente a
los hijos pródigos. Algo como una fuente de pura vida, algo como un inmenso
amor enfurecido se ha alzado por encima de los inconformismos a medias, a la
torre de mando de las tecnocracias, en la fría sobervia de los planes
históricos, de las dialécticas esclerosadas. No es el momento de explicar o de
calificar esta rebelión contra todos los esquemas prefijados; su sola
existencia, aquí y en tantos otros países del mundo, la forma incontenible en
que se manifiestan, bastan y sobren como prueba de su validez y su verdad. Nada
piden los estudiantes que no sea de alguna manera una nueva definición del
hombre y la sociedad; y lo piden en la única forma en que es posible pedirlo en
este momento, sin reivindicaciones parciales, sin nuevos esquemas que pretendan
sustituír a los vigentes. Lo piden con una entrega total de su persona, con el
gesto elemental e incuestionable de salir a la calle y gritar contra la
maquinaria aplastante de un orden desvitalizado y anacrónico. Los estudiantes
están haciendo el amor con el único mundo que aman y que los ama; su rebelión
es el brazo primordial, el encuentro en lo más alto de las pulsiones vitales.
![]() |
Dibujo de Antonio Seguí |
En el pabellón de la Argentina, ¿Como no iba a
manifestarse ese salto hacia una realidad auténtica cuando bajo su techo se
venía reiterando la injusticia, la discriminación, la estafa moral que no era
más que el reflejo de lo que sucede allá en la patria, allá en los países de
América Latina? Tomar esa residencia ha significado para los estudiantes entrar
escoba en mano en una casa sucia para limpierle el polvo de mucha ingominia, de
mucha hipocresía. Pero en el fondo esto es sólo un episodio dentro de un
contexto infinitamente más rico, que no se engañen los que quieran ver en ese
gesto una mera oposición política en el plano nacional. Detrás de la ocupación
de lo que es propio hay una conciencia que va mucho más allá de perímetro de
una residencia universitaria; simbólicamente, poéticamente, estos muchachos han
tomado a la Argentina entera para devolverla a su verdad tanto tiempo falseada;
y decir eso es decir también América Latina, es sentir a través de este impulso
y esta definición toda la angustia de un continente traicionado desde dentro y
desde fuera. Cómo no corprender, entonces, el sentido más profundo que tiene
hoy aquí, entre nosotros, la evocación del ejemplo vivo del Che, como no
comprender que lo sintamos tan cerca de los jóvenes que se baten en la calles y
dialogan en los anfiteatros. Pero esto no es un homenaje labial; no hemos de
recaer una vez más en los esquemas del respeto solemne, de las conmemoraciones
a base de palmas y oratoria. Para el Che sólo podía y sólo puede haber un
homenaje; el de alzarse como lo hizo él contra la alienación del hombre, contra
su colonización física y moral. Todos los estudiantes del mundo que luchan en
este mismo momentoson de alguna manera el Che. No siempre hacen falta cirujanos
para transplantar un corazón en otro cuerpo; el suyo está latiendo en cada
estudiante que libra este combate por una vida más digna y hermosa.
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 194-197.
Estado de las batería
AUTOS
¿Se le descarga la batería? Consulte
nuestro servicio diurno y nocturno. p.204, tomo I.
(fragmento de la portada, tomo II)
El mismo lector, sin embargo, ha encontrado
tantas irrealidades en el libro, que incluso si repara en ese detalle técnico
puede sentirse tentado de incluirlo en la cuenta de todo lo precedente; si es
así, debería dedicarse a leer otro tipo de literatura porque en éste no
congenia.
¿Se le descarga la batería? Consulte
nuestro servicio diurno y nocturno. p.204, tomo I.
(fragmento de la portada, tomo II)
En la página 220 de mi novela 62,
Juan vuelve a París después de varias semanas de ausencia, y apenas se ha
bañado y cambiado de ropa va al garaje y saca su auto para ir a buscar a
Hélene.
El lector que ignore el funcionamiento de
la vida práctica en París pensará que eso no es posible, puesto que la batería
de un auto inmovilizado tanto tiempo se descarga y nadie imagina –especialmente
yo- a un bacán como ese intérprete internacional dándole manija al coche para
que arranque.
Dibujo de Jean- Michel Folon |
La razón es muy simple y sitúa con una clarísima
perspectiva la noción de realidad en cierta narrativa. Muchas cosas pueden
parecer “absurdas” en 62, deliberada o
tácitamente imposibles con arreglo a la óptica usual; pero en un relato que
merezca el nombre de fantástico ese supuesto “absurdo” responde a una
legislación no menos coherente que la de la realidad ordinaria; de ahí que una
transgresión tan frívola como la del auto que arranca sin la batería cargada bastaría
para invalidarlo. El lector sensible a los parámetros y a las
normas subyacentes en toda legítima literatura fantástica sabe que hay una
lógica sui generis que no tolera allí la menor frivolidad
(¡hermoso rigor del homo ludens!), una realidad de lo insólito dentro de la
cual los ascensores pueden desplazarse horizontalmente y las estaciones del
subte sucederse en un orden extracartográfico y las lagunas suburbanas de París
encresparse con sensibles mareas, pero que se anularía insanablemente si
cediera a facilidades como la citada al principio. Y así el lector sensible a
esa lógica sabe, sin necesidad de que se le diga en el texto, que el patrón del
garaje conocía la fecha del regreso de Juan y le tenía el auto listo, o que
Juan, como hacemos en estas latitudes, le telefoneó desde Viena para que le
cargara la batería. Lo fantástico no es nunca absurdo porque su coherencia
intrínseca funciona con el mismo rigor que la de lo cotidiano; de ahí que
cualquier transgresión de su estructura lo precipite en la banalidad y la
extravagancia. Un auto que arranca con la batería descargada entra en lo
maravilloso y no en lo fantástico; el auto de Juan, en todo caso, no se parecía
nada a la carroza de la Cenicienta.
Imágen de Jean-Michel Folon
Julio
Cortázar, Último round (Tomo I), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 204-205.
viernes, 11 de noviembre de 2011
La inmiscusión terrupta
Como no le melga nada
que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca
la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga
tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
– ¡Asquerosa! – brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgandose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
– ¡Payahás, payahás! – crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué.
– ¿Te das cuenta? – sinterrunge la señora Fifa.
– ¡El muy cornaputo! – vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.
– ¡Asquerosa! – brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgandose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
– ¡Payahás, payahás! – crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué.
– ¿Te das cuenta? – sinterrunge la señora Fifa.
– ¡El muy cornaputo! – vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 110-111.
jueves, 10 de noviembre de 2011
No, no y no
El señor Silicoso está completamente loco si se imagina que voy a darle una hormiga. Por el momento no pide más que una, creyendo que va a convencerme con su modestia, pero al principio (el 22 de noviembre por la tarde) pedía mucho más, quería cantidad de hormigueros, legiones de hormigas, prácticamente todas las hormigas. Está loco. No solamente no voy a darle la hormiga sino que tengo la intención de pasearme delante de su casa llevándola conmigo para hacerlo rabiar. Procederé de la manera siguiente: Primero me pondré mi corbata amarilla, y después de haber elegido la más esbelta y vivaz de mis hormigas, la soltaré para que se pasee por mi corbata. Habrá así un doble paseo, en el que yo iré y vendré frente a la casa del señor Silicoso y mi hormiga ira y vendrá por mi corbata. ¿He dicho un doble paseo? Más bien una apertura infinita de paseos en espiral, pues si bien la hormiga se pasea por mi corbata, mi corbata se pasea conmigo, la tierra me pasea en torno de la eclíptica, ésta se pasea a lo largo de la galaxia, que se pasea en torno de la estrella Beta del Centauro, y en ese preciso momento el señor Silicoso, que cree estar inmóvil, se asomará al balcón a tiempo para ver a mi hormiga perfectamente dibujada con todas sus patas y sus antenas sobre mi corbata amarilla que le parecerá, pobre hombre, una espada flamígera. Entonces empezará a soltar por boca y nariz una baba semejante al macramé, y su esposa e hijas acudirán para hacerle respirar sales y tenderlo en el canapé del salón. Salón que conozco demasiado bien, después de tantas veladas que he pasado bebiendo té frío junto a esa familia ávida de insectos.
Julio Cortázar, Último round (Tomo II), Siglo XXI, Madrid, 2009 (1969), pp. 19-20.
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